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domingo, 22 de julio de 2012

El vínculo activo del libro y la escuela


Por María Adelia Díaz Rönner
“Para democratizar la lectura no hay recetas mágicas. Sólo una atención personal a los niños, a los adolescentes, a las mujeres, a los hombres.” 
Michèle Petit (Nuevos acercamientos a los jóvenes y a la lectura, México, Fondo de Cultura Económica, 1999).
Inequívocamente, desde la escuela es posible hacer el viaje hacia el libro. Para ello, el docente debe reinstalar su compromiso como lector y como estratega pedagógico para el tránsito a la lectura de textos literarios.
Hablar de textos literarios implica navegar el territorio de lo simbólico, de los imaginarios privados y colectivos. También implica sortear los caminos que trazan las palabras y provocar la invención de nuevas rutas. No es azarosa ni pretenciosa la elección de las palabras que traman la literatura y que construyen un discurso específico, bien cargado de figuras y estratagemas para seducir y escandalizar al lector. Dichas palabras poseen aromas, sentimientos, desamores, extravíos, y permiten a docente y alumno intercambiar lo propio y lo nuevo que derrama el texto elegido, es decir, dialogar.
¿De qué modo encaminar la relación de esos tres actores dentro de la escuela? El epígrafe escogido para este breve texto evita caer en la tentación de creer que existen fórmulas mágicas o hechizos perdurables para sostener el vínculo del libro con el docente y el niño.
Desafortunadamente es así. Se podrán ofrecer listas de títulos y de autores, del siglo pasado, del anterior o de este; pero no serán más que una sucesión de líneas sobre el papel si no descubrimos por nosotros mismos qué nos mueven o nos trastornan, qué nos emociona o nos enmudece al tenerlos ante nuestros ojos, tocarlos y olerlos. En tanto y en cuanto ese encuentro no se produzca, no se sabrá o entenderá acerca de qué intentamos hablar aquí, es decir, de libros y de lectores, de los docentes en calidad de mediadores o puentes entre los libros y los niños.
“Ejercer” de lector
Ese mediador docente —maestros, profesores y bibliotecarios de las instituciones educativas— debe tener claro que su postura no es mecánica (no la compilación constante de sus sucesivas listas que sugieren qué leer) ni menos de mera transferencia funcional o administrativa. El docente, desde el principio, debe autodefinirse lector y entender que esa caracterización cuenta como situación de lector en actividad. Por esta razón, podrá constituirse en el estratega, el inductor, el encantador de relatos para niños y conversará en torno de lo leído o de lo sugerido con y por ellos.
Nunca es suficiente reiterar que toda lectura no es inocente, que siempre está atravesada por ideologías —todo texto porta un cúmulo de ideas, de concepciones, de claves a descifrar en acción permanente—. En fin, somos lo que hemos leído: lo transmitido, lo desechado, lo incorporado. Quien media entre el libro y el niño ha tenido que sentir esa curiosa y chispeante sensación de riesgo que lo ha ayudado a convertirse en un miembro inescindible de la historia y de la sociedad, pues los libros nos ubican en el tiempo y en el espacio donde se ha forjado nuestra identidad personal.
Porque el lenguaje operó inicialmente sobre cada uno de nosotros para construirnos en los sujetos hablantes que somos y, también, para auxiliarnos en nuestra relación con el mundo. Y porque, en rigor, del mismo modo es necesario que, de la mano de los escritores, transportemos a los niños a cuestionamientos extremos y a tareas de desplazamiento sobre la lengua —oral y escrita— para permitirnos, en conjunto, abrirnos hacia otros movimientos. Aquí, en este intercambio de prácticas lectoras y de formación de lectores, cruzaríamos las fronteras de lo público y lo privado, de lo íntimo hacia lo universal.
Volver a poblar con “palabras poéticas”
La movilidad de la literatura lleva a tipos diferenciados de lecturas y de lectores. Sin embargo, permanece firme la gestión activada por la lectura en el sujeto receptor, sea niño o adulto, y que podría plantearse del siguiente modo: “Los lectores cazan furtivamente, hacen lo que les place; pero eso no es todo: además se fugan. En efecto, al leer, en nuestra época, uno se aísla, se mantiene a distancia de sus semejantes, en una interioridad autosuficiente […] Se separa uno de lo más cercano, de las evidencias de lo cotidiano. Se lee en las riberas de la vida”. (1)
Luego, debemos buscar la repoblación poética de los otros y de uno mismo desde la práctica lectora que reactiva los imaginarios para que no se congelen, para que no adelgacen, para que no sufran la invasión de la mediocridad mediática ni la atomización del individuo provocada por la feroz tecnología tan de moda.
Esto es posible si los docentes hurgamos dentro de nosotros mismos, cazando aquellos universos simbólicos que, alguna vez, nos sedujeron y nos inquietaron. No los mismos textos de entonces, sino la aventura de “cazar”, de flotar sobre los mundos alternativos propuestos por los escritores, de recrear desde las alternativas ofrecidas por los libros, no desde la reproducción serial e infertilizante.
Tampoco el docente debe sostener la obediencia debida al canon literario escolar que asfixia la posibilidad movimientista que posee el lector ante los textos y que, a menudo, aviva una absoluta resistencia a la lectura. La institución escolar es el espacio de defensa y reactivación de la lectura y de la invención de imaginarios poéticos: la escritura poética de otros, los escritores, y la propia, puesta en juego, se enfrentarán para dialogar y renovar los elementos portados por ambos. Es un campo de batalla (atrevida y fascinante, única y polifónica) donde todos tienen la palabra y la posibilidad de canjearla por otra. Y donde se prefigura un modo de comprender la literatura y su recepción. Con una actitud de franqueza y de honestidad, modestamente, se trata de rehilar lo que hemos mencionado: las prácticas de lo privado y de lo público, y restablecer lo institucional como líder de un acto comunitario, socializador y democrático. El principal factor de una selección atraviesa la revisión por parte del docente de su propia estantería hipotética, plena de autores y de escritores que armaron su individualidad: quizás un Javier Villafañe de Los sueños del sapo, una Laura Devetach de La torre de cubos y Los picaflores de cola roja, una Ema Wolf de La aldovranda en el mercado y Los imposibles, entre otros títulos bien calificados. Traer antologías que permiten, desde un tema establecido, observar las múltiples variables de la invención autoral, y también buscar aquellos bellísimos libros que acercan nuevos escritores e ilustradores de todas partes del mundo.
Esta tarea de búsqueda de libros y de autores proporcionará inefables hallazgos, acaso también reencuentros con algunas incertidumbres que quedaron pendientes. Trabajar con los otros saberes que se obtienen en la escuela; de todo es posible encauzar una práctica productiva y gozosamente significativa. Rever las propuestas existentes para la escritura en el aula nos dará el coraje para intentar estas aventuras con la palabra escrita y con el material escolar de circulación interna. Y hay más, mucho más aún para tomar en cuenta: sólo es válida la decisión política del docente para elegir esta navegación compartida más allá de los vientos que tuercen, a ratos, el mar de nuestras posibilidades. Recordemos que leer y escribir son prácticas sociales y culturales que escenifican nuestro lugar en el mundo y en el tiempo en que vivimos. Caminemos con nuestras palabras surgidas de la tierra y escuchemos el hondo placer de creer con ellas.

*Artículo (originalmente) publicado en la revista El Monitor, Año 1, N° 1. Buenos Aires, Ministerio de Educación de la Nación, 2000.
La aldea literaria de los niños. Problemas, ambigüedades, paradojas © María Adelia Díaz Rönner, Editorial Comunicarte, Córdoba, Argentina, 2011. Colección La Ventana Indiscreta / Ensayos sobre LIJ.

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