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domingo, 4 de noviembre de 2012

La guerra de los cien años - Graciela Montes


El País de los Gorras Azules y el País de los Gorras Rojas no se llevaban nada bien. Es más: se llevaban mal, muy mal, tan mal se llevaban que entraron en guerra.
-¡Mueran los Gorras Rojas! -gritó el presidente de los Gorras Azules parado en un banquito.
-¡Mueran los Gorras Azules! -gritó el primer ministro de los Gorras Rojas desde lo alto de una escalera.
-¡Guerra! ¡Guerra! -aullaron los dos y sus voces resonaron por todo el mundo.
El presidente de los Gorras Azules y el primer ministro de los Gorras Rojas juntaron sus armas: tanques inmensos, misiles veloces, portaviones como ciudades, bombas, metralletas, granadas, morteros, balas redondas, balas afinadas. Los armamentos se fueron acumulando a las puertas de las dos ciudades y todos se prepararon para una guerra.
-Sólo faltan los soldados -dijo el presidente de los Gorras Azules.
-Los soldados son lo único que falta -dijo el primer ministro de los Gorras Rojas.
Entonces el presidente de los Gorras Azules y el primer ministro de los Gorras Rojas pronunciaron muchísimos discursos.
-¡Muchachos! ¡Mis valientes! -decían. -¡Vamos a la guerra!
Pero los muchachos del País de los Gorras Azules estaban cosechando el trigo, o cambiándole el aceite a los autos, o tocando la guitarra, o juntando flores para regalárselas a la chica mas linda.
Y los muchachos del País de los Gorras Rojas estaban cosechando maíz, o desarmando una radio, o bailando rock, o mirando el cielo para ver caer una estrella.
-¡Muchachos! ¡Mis valientes! ¡Vamos a la guerra! -insistían el presidente de los Gorras Azules y el primer ministro de los Gorras Rojas. -¡Démosle su merecido al enemigo! ¡Destruyámoslo! ¡Aplastémoslo! ¡Hundámoslo! ¡Reventémoslo!
Y todos los televisores de los dos países retumbaban con esas palabras. Y en todas las esquinas de las dos ciudades había carteles con un dedo acusador que decían "Muchachos. Mis valientes. ¡Vamos a la guerra!". Pero los muchachos seguían cosechando y bailando y cantando y juntando flores y mirando el aire.
Entonces el presidente de los Gorras Azules y el primer ministro de los Gorras Rojas sonrieron en los televisores y les prometieron medallas brillantes a los que quisiesen ir a la guerra. Y después rugieron y amenazaron con mandar a la cárcel a los que no quisiesen ir. Y ni aún así hubo soldados suficientes.
Pero las guerras no esperan. Así que el pequeño ejército de los Gorras Azules -tan pequeño que los dedos de una mano y un pie alcanzarían para contar sus soldados- se puso en marcha hacia el País de los Gorras Rojas. Los dos ejércitos marcharon, uno contra el otro. Atravesaron pantanos, llanuras inmensas, bosques tupidos y cadenas de montañas tan altas que trepaban más que las nubes. A veces creían divisar al enemigo a lo lejos y el general daba la orden: "¡Apunten! ¡Fuego!", pero no era el enemigo; era un tren de carga, o un ñandú que corría a lo loco, o una bandada de pájaros que levantaba vuelo. El enemigo estaba, mientras tanto, a muchísimos kilómetros de allí, gritando: "¡Apunten! ¡Fuego!" y gastando sus balas en lo que le había parecido un ejército y que en realidad no era más que una nube baja o una parva de pasto.
Hace años que caminan y se buscan. Y siguen caminando y buscándose todavía. Son dos países muy grandes y dos ejércitos demasiado pequeños. Lo más probable es que no se encuentren sino por casualidad y al cabo de cien años. Eso al menos es lo que calculan los científicos. Y, para cuando se encuentren, los hombres estarán demasiado viejos, y los tanques, los misiles, las metralletas, las bombas, los morteros y las balas, muy pero muy oxidados.

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